La tercera temporada de The White Lotus llegó a su fin y, como ya es costumbre en el universo creado por Mike White, lo hace dejándonos mucho más que un cadáver flotando y algunos planos impecables: nos deja preguntas. Incómodas, ambiguas, necesarias. Porque si hay algo que The White Lotus hace bien es incomodar sin levantar la voz, hablar de poder sin didactismo, y construir una sátira que se siente tan lujosa como el resort en el que transcurre cada temporada.
Esta vez, el telón cae en Tailandia (exótica, estéticamente “espiritual”, turísticamente explotado) que se convierte en el escenario perfecto para explorar los temas de siempre (dinero, deseo, poder), pero desde una lente aún más fina: la búsqueda de autenticidad en un mundo donde todo, incluso la iluminación personal, puede ser comprado.
Todo es performance
En The White Lotus, nadie es lo que parece. Y no porque estén ocultando algo, sino porque todos están representando algo. Cada personaje carga con su versión más presentable de sí mismo, como es el caso de Piper (Sarah Catherine Hook) que abandona su supuesto sueño de vivir en Tailandia al darse cuenta de que nunca estuvo hecha para vivir con poco. Saxon (Patrick Schwarzenegger) explora una nueva faceta más sensible y espiritual, pero no sabemos si es real o solo una capa más.
La serie expone esa construcción permanente del yo como una performance, y no lo hace desde lo obvio. Lo muestra desde los silencios, desde las miradas largas, desde la incomodidad del cuerpo cuando la máscara se resquebraja. En un mundo donde la identidad se monetiza, ¿cómo saber quiénes somos realmente?

El capital como religión moderna
El dinero siempre fue un personaje más en The White Lotus, pero esta temporada lo llevó a otro nivel. El lujo ya no es solo material: es simbólico, espiritual, estético. Los personajes no buscan solo confort; buscan sentido, y están dispuestos a pagarlo. Los rituales sagrados, los templos, las ceremonias… todo se vuelve escenografía para el turismo de introspección.
¿Qué se compra cuando viajás a encontrarte con vos mismo? ¿Es posible hablar de conexión espiritual cuando esa experiencia cuesta miles de dólares la noche? Mike White no da respuestas, pero deja claro que la espiritualidad, en este universo, también puede ser una forma de consumo. Una experiencia más en el menú.
Esta temporada, Belinda (Natasha Rothwell) logra cambiar su vida y cierra un trato millonario con Greg (Jon Gries) a cambio de guardar el secreto de su pasado con Tanya. Resulta particularmente interesante cómo, cuando su hijo le hablaba sobre abrir un spa, ella le dice “Dejame ser millonaria por 5 minutos” en The White Lotus. En The White Lotus, el dinero no solo compra cosas, compra nuevas ambiciones. Nuevas versiones de una misma persona.
Y si hablamos de dinero, no podemos dejar de lado el nuevo destino de los Radcliffe, que sin ir más lejos, sigue siendo uno de los grandes interrogantes del final. ¿Cómo reaccionó la familia al enterarse que lo perdieron todo? ¿Timothy (Jason Isaacs) va a ir preso? Vimos su derrumbe emocional, el momento en el que casi asesina a toda su familia —excepto a Locklan (Sam Nivola)— al creer que preferirían eso antes que perderlo todo. Pero también lo vimos tener una epifanía: entender, quizás por primera vez, que hay cosas más valiosas que el dinero. Como si ese último plano, contemplando el paisaje desde el barco, sugiriera una verdad silenciosa: la vida sigue, incluso cuando ya no se tiene nada.

Chelsea y Rick: un final a lo Romeo y Julieta
Después de semanas de especulaciones, teorías y tensión creciente, descubrimos de quién (o de quiénes) era el cuerpo flotando en el lago. La historia de Rick (Walton Goggins) y Chelsea (Aimee Lou Wood) fue construida como un vínculo tenso, trágico, y profundamente simbólico.
Ella siempre quiso salvarlo. Él, ambicioso y cargado de resentimiento, encontraba en ella un contrapeso. Chelsea era calma, Rick era furia. Juntos, el equilibrio. Pero también el abismo.
Rick finalmente se venga del hombre que creía su padre, para descubrir que era, efectivamente, su padre. Y muere poco después, junto a Chelsea, en un tiroteo. Unidos, abrazados, después de prometerse amor eterno.
La actriz Aimee Lou Wood lo resumió perfectamente:
“Las palabras son la armadura de Chelsea; es una charlatana. Y de repente es incapaz de hablar. Y entonces él la ve y la quiere. Él es quien tiene que hablar y sostenerla. Tiene que llevarla literalmente en brazos, y hasta ese momento había sido ella quien sostenía a los dos. Por extraño que parezca, Chelsea consigue lo que quiere.”

La complejidad de la amistad femenina
La amistad entre Laurie (Carrie Coon), Jaclyn (Michelle Monaghan) y Kate (Leslie Bibb) fue otro de los núcleos más ricos de esta temporada. Tres mujeres, tres espejos. Cada una intentando ocultar su propio caos, maquillarlo con humor, distancia o sarcasmo. Entre críticas, lealtades incómodas y viejas heridas, aparece algo genuino: la certeza de que, aunque duela, no pueden estar una sin la otra.
Es Laurie quien termina encontrando una suerte de revelación. No necesita de un dios ni una religión para darle sentido a su vida. Lo encuentra en el tiempo. Y si el tiempo le enseñó algo, es que su vida estuvo tejida con y por sus amigas.
Lo que quedó sin responder
El final de The White Lotus nunca cierra todo. Y esa es parte de su marca registrada. No hay redención mágica ni justicia poética. Hay loops. Porque, en el fondo, todo vuelve: diferente país, mismos dilemas.
Me hubiese gustado que el robo tuviera un mayor peso narrativo, o que se revelara la participación de los rusos y, especialmente, que Valentin no es ese empleado ideal que aparentaba ser. Pero quizás eso fue intencional: permitirnos ver que Gaitok sigue creyendo en lo mejor de los demás, incluso cuando no debería.
Y aunque esperaba algo más del personaje de Mook (¿quizás por tratarse de Lisa?), al final su rol parece estar más bien al servicio de que Gaitok gane fuerza, agencia y decisión.

Un final que incomoda, otra vez
La tercera temporada de The White Lotus no decepciona. Nos vuelve a hablar de lo que no decimos. De la identidad como máscara, del dinero como fe, del amor como espejismo, de la amistad como refugio. Y lo hace con belleza, ironía y crudeza.
Cuando se apagan las luces del resort y cada personaje vuelve a su vida, lo que queda flotando no es solo un cuerpo, sino una pregunta que ya es parte de la serie:
¿Quiénes somos, cuando nadie nos está mirando?

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